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El fascinante origen del copyright

  • Foto del escritor: Denken & Bloom
    Denken & Bloom
  • 1 oct
  • 3 Min. de lectura

Por Karla Loranca



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Aunque hoy en día se asocia el copyright (o Derechos de Autor, en su acepción latina) con un conjunto de normas complejas que protegen la creatividad y regulan industrias multimillonarias, su historia es mucho más antigua y enredada de lo que se suele pensar. Según David Bellos y Alexandre Montagu, autores del libro Copyright: la industria que mueve al mundo, tanto el copyright como las patentes comparten un origen común en la Venecia del siglo XV, una ciudad en la que floreció la imprenta, la manufactura, el comercio y, con ellos, la necesidad de regular la producción de ideas y productos.






Fue precisamente en Venecia donde se emitieron por primera vez privilegios exclusivos a impresores y fabricantes, no tanto por un interés abstracto en proteger los derechos de los creadores, sino como una forma práctica de incentivar la inversión y controlar la producción. Estos privilegios fueron, en esencia, concesiones monopólicas otorgadas por el Estado. La lógica era que si un impresor iba a correr el riesgo y asumir los costes de producir una obra, debía tener asegurada cierta exclusividad en su explotación.

Un dato particularmente curioso que señalan Bellos y Montagu es que la palabra “copyright” no proviene, como podría pensarse, de una combinación que equivalga a “derecho a la copia”. En realidad, “copy” deriva del latín “copius”, que significa abundancia. En los gremios de escribas y luego entre los impresores, una “copy” era la versión autorizada y completa de una obra que servía de modelo para futuras reproducciones. De ahí evolucionó el concepto hacia lo que hoy entendemos como un derecho exclusivo sobre la reproducción de una obra.


La invención de la imprenta por Gutenberg hacia mediados del siglo XV transformó radicalmente la circulación del conocimiento. Si antes los libros eran copiados a mano y su distribución era limitada, la imprenta permitió una producción en masa. Pero esta nueva capacidad técnica también planteó problemas inéditos: ¿quién tenía derecho a imprimir un texto?, ¿quién decidía qué era auténtico?, ¿y qué beneficios le correspondían al autor, si es que alguno? Las respuestas iniciales vinieron en forma de monopolios otorgados por las autoridades a determinados impresores o editoriales, que adquirían el control sobre ciertos títulos o autores. En ese escenario, los intereses de los autores quedaban en segundo plano.


Además, el control sobre lo que se imprimía no solo respondía a razones económicas, sino también políticas y religiosas. La censura y la autorización previa eran herramientas comunes de los Estados para limitar la difusión de ideas consideradas peligrosas o contrarias al orden establecido. El poder de imprimir implicaba también el poder de influir, y por ello se vigilaba estrechamente. Esta dimensión del control sobre las copias hizo aún más evidente la necesidad de reglas claras, aunque no necesariamente justas para los creadores.


Fue en ese contexto que, en 1710, se promulgó en Inglaterra el llamado Estatuto de la Reina Ana, considerado como la primera ley moderna de copyright. Esta norma no surgió tanto como una defensa de los autores, sino como una forma de limitar el poder de las editoriales londinenses que habían acumulado privilegios sobre vastos catálogos de obras. Aunque el estatuto reconocía por primera vez ciertos derechos a los autores, su alcance fue limitado y muchas de las prácticas monopólicas sobrevivieron por décadas. La noción de que los autores debían ser el centro de este sistema aún estaba lejos de consolidarse.


El Estatuto marcó, sin embargo, un punto de inflexión. Al reconocer que el autor era el titular original del derecho, al menos durante un tiempo limitado, se sentaron las bases para un sistema que ya no dependiera exclusivamente de concesiones estatales o privilegios gremiales. Aun así, los desafíos continuaron: la falta de claridad sobre la duración de los derechos, las dificultades para hacerlos valer, y la persistencia del poder de los editores seguían siendo obstáculos importantes para los escritores y artistas.


En suma, el camino hacia un sistema de derechos de autor centrado en los creadores fue largo y estuvo lleno de intereses cruzados entre editores, impresores, juristas y autoridades estatales. El copyright no nació de una repentina iluminación sobre la importancia del arte o de la justicia para los autores, sino de una compleja interacción entre tecnología, comercio, poder y cultura. Entender este origen permite poner en perspectiva los debates actuales sobre el equilibrio entre protección y acceso en el mundo de la propiedad intelectual.

 
 
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